El 2 de enero, a las 9:30 de la mañana habíamos quedado en la esquina de la avenida de los Naranjos y la avenida de Cataluña; destino: el desierto de las Palmas en Benicàssim y la ascensión al Bartolo. Pero un inesperado error en la programación del despertador del iPhone (algo así como el efecto 2000, pero trasladado 10 años después), hizo que varios miles de personas alrededor del mundo, en las que me incluyo, nos levantáramos tarde los días 1 y 2 de enero, porque esos días, y sólo esos días, la alarma del iPhone no funcionaba. Con gran sorpresa, e inmediatamente con gran desespero, a las 9:20, desde el confort de la cama, decido abrir el ojo izquierdo para comprobar cuánto faltaba para que sonara el despertador —que estaba programado para las 8:00. ¡No faltaba nada! Y por mucha tolerancia cero que hubiera, el guía de la expedición era yo, así que el resto de la comitiva no me podía dejar en tierra. Tras varias llamadas para avisar al resto del grupo de que llegaríamos tarde dimos instrucciones para que los demás iniciaran camino hacia el monasterio de las Palmas donde nos reuniríamos con ellos. Al final, error unido a confusión hizo que nosotros llegáramos 45 minutos tarde al punto de reunión y que todavía no hubiera llegado el resto de componentes a los que debíamos de haber recogido en nuestro camino hacia la salida de Barcelona.
Tras el traspié inicial, a las 10:15 salíamos hacia el Parque Natural del Desierto de las Palmas, llegábamos a la portería del monasterio y nos preparábamos para la subida al Bartolo. El cielo claro, la baja humedad y el sol radiante presagiaban una ruta espléndida, e inaudita para un invernal dos de enero. Comenzamos la ascensión pasando primero por el antro de San Franco de Siena, después por la ermita del Carmen, y ascendemos por un sendero en proceso de recuperación que discurre paralelo a los restos del muro de piedra que marcaba el límite del monasterio. La ascensión se hace más empinada hasta que conseguimos llegar a la cresta y desde allí llegar hasta la cima del Bartolo donde nos encontramos a un nutrido grupo de gente.
Tal y como era nuestro objetivo, sacamos las partituras de la Nadala del desert de Matilde Salvador e improvisamos un ensayo por cuerdas para repasar el villancico, que ya cantáramos aquí el año pasado tal día como éste aunque con mucho más frío. El ensayo no fue demasiado bueno, pero habíamos subido para cantar Mare al Bartolo jo no vull pujar e íbamos a cantarlo, aunque esta acción provocara que el espléndido sol que nos había acompañado hasta ahora se ocultara por nubes borrascosas. Por si acaso, y para camuflar nuestra identidad, veníamos preparados con disfraces propios de esta época del año. Así camuflados nos aproximamos a la entrada a la ermita del Ángel Custodio e intentamos entonar el villancico… sin demasiada suerte en lo de la entonación.
Cumplido el objetivo, tomamos el camino de regreso dirección al restaurante donde habíamos reservado mesa para comer. Ya habíamos estado en ese restaurante el año pasado este mismo día, y nos lo habíamos encontrado prácticamente vacío. Esperábamos una comida tranquila, en un local con poca gente, y con unas vistas espectaculares, pero nuestra sorpresa fue encontrarlo abarrotado de gente, sin una mesa libre, salvo la que habíamos reservado y que nos esperaba, y con la típica algarabía de restaurante de playa que dificulta la comunicación verbal, aunque no la gestual, entre los sentados a la misma mesa.
Comimos, bebimos, y marcamos las pautas que han de guiarnos este 2011, empezando por enmendar la interpretación de la Nadala del desert que habíamos perpetrado en la cima del Bartolo. Así que, a la salida del restaurante, en el aparcamiento, volvieron a salir las partituras, y esta vez sí, con una entonación adecuada pudimos cantar Miracle, miracle, el foc ja s’apaga… y recibir los espontáneos aplausos de los espectadores casuales que allí se encontraban.
De aquí nos fuimos a Sueras, donde el primer domingo de enero (o el último de diciembre, según caiga la fecha) sus habitantes se remontan unas pocas décadas atrás, a la era preindustrial, y rememoran los oficios, muchos de ellos perdidos, que entonces se practicaban, los lugareños van vestidos de la época, las casas se transforman en museos etnográficos, y puedes ver al carpintero, al cestero, al dependiente de ultramarinos, al mondonguero,… Lástima que llegáramos un poco tarde y no pudiéramos disfrutar de todas las actividades que durante todo el día se llevaron a cabo.
Y no acabaría ahí el día. Teníamos que hacer una última visita, al Cabañal,… pero eso será objeto de otra crónica.